La matriz policial: el huevo de la serpiente

Esta vez fue la Policía Metropolitana. Que expuso la matriz de una institución. Cuatro pibes adolescentes, una persecución al mejor estilo de aquella durante la Masacre de Pompeya (16 años atrás), la detención de dos de ellos bajo argumentos falaces y el crimen de otro, de escasos 17, con balazos en la cabeza. Esta vez el intento policial de dibujar una escena con aval y sostén político y mediático falló y duró poco. Y la escenografía del horror quedó al desnudo tras el homicidio de Lucas González. Por Claudia Rafael-Agencia Pelota de Trapo.

Esta vez fue la Policía Metropolitana como hace 12 días fue la correntina cuando Lautaro Rose, de 18 años y su compañero de 16 fueron perseguidos en una razzia policial en la Costanera Sur. Lautaro se arrojó al río Paraná para salvarse de los disparos mientras su amigo era atrapado, puesto de rodillas, esposado y golpeado. Y tres días más tarde el cuerpo de Lautaro fue encontrado sin vida.

La historia de Lautaro no obtuvo la cobertura mediática de la de Lucas aunque la gravedad las hermane. La historia de Lautaro se emparente con la de Ezequiel Demonty (19 años) cuando el 14 de septiembre de 2002 fue obligado, sin saber nadar, a tirarse a las aguas del Riachuelo por policías federales (a poca distancia de donde asesinaron a Lucas González) y su cuerpo fue encontrado sin vida una semana más tarde.

Policía metropolitana, policía correntina, policía federal. Dos años y medio atrás, Silvia Maldonado, una chica de 17 años, era asesinada de un balazo en el contexto de una protesta en Santiago del Estero por la policía de esa provincia. Como 10 años atrás, Daniel Solano era desaparecido y asesinado por policías rionegrinos tras haber esbozado críticas por las prácticas salariales de una multinacional frutícola en la que trabajaba. Y 19 años atrás, la policía chubutense desaparecía a Iván Torres tras haberlo detenido y torturado.

Policía metropolitana, policía correntina, policía federal, policía santiagueña, policía rionegrina, policía chubutense. Luciano Arruga fue secuestrado, torturado y asesinado por la policía bonaerense doce años atrás. Como Facundo Astudillo Castro fue detenido por la misma bonaerense en 2020 y encontrados sus restos tres meses y medio más tarde en un cangrejal. Su autopsia determinó que fue una muerte violenta, por asfixia por sumersión. Florencia Magalí Morales fue detenida, cuando iba a comprar alimentos para sus hijos, por la policía de San Luis por supuesta violación al aislamiento durante los días más estrictos de cuarentena y algunas horas más tarde apareció muerta en el calabozo. Los policías esgrimieron que se trataba de un suicidio. Poco más de un mes atrás, nuevas pericias –tal como reclamaba la familia- llevan a la imputación de varios policías por su muerte. Tres años atrás, Facundo Ferreyra, de 12 años, fue asesinado por la espalda por dos policías que hace poco más de un mes fueron condenados a prisión perpetua. La misma policía provincial que detuvo y asesinó al trabajador Luis Espinoza y luego lo tiró del lado catamarqueño de la frontera.

Policía metropolitana, policía correntina, policía federal, policía santiagueña, policía rionegrina, policía chubutense, policía bonaerense, policía puntana, policía tucumana.

Hay historias de crueldad y perversión para cada fuerza. Se modifican los nombres de las víctimas, sus edades. La Correpi da cuenta de una muerte cada 19 horas por violencia institucional en el país.

Cada tiempo histórico modela sus policías. Alejandra Vallespir escribe en “La policía que supimos conseguir” que “la misma estructura que se usa para combatir el delito, se usa para cometerlo cuando éste se vuelve un beneficio económico (…) Como dos habitaciones unidas por un corredor, aun cuando dos habitaciones diferentes, ambas integran la misma casa. Estar en una habitación o estar en la otra depende de las necesidades y requerimientos propios o institucionales”. Y esos crímenes que se sostienen con una sistematicidad perversa son las puntas de un iceberg. Dice Vallespir: “haces de luz que se filtran por una persiana cerrada”.

La preponderancia de discursos que empoderan a las fuerzas policiales, que las defienden contra viento y marea a pesar de los tsunami que protagonicen 9 milímetros en mano, que reclaman su presencia en las calles para hacer control poblacional no hacen más que envalentonar a las distintas policías. Las mismas que después se saben capaces de rodear la quinta de Olivos para lograr un aumento en cinco minutos como ocurrió un año atrás o que hacen huelga de brazos caídos en Tucumán y ni bien salen de la casa de gobierno de la provincia tras firmar un acuerdo de aumento, como en 2013, salen a reprimir protestas en la calle.

Walter Benjamin planteaba que a pesar de la abolición de la pena de muerte, su principio “se conserva virtualmente”. Incluso, de un modo mucho más violento. Después de todo ¿no es acaso una suerte de pena de muerte la que los tres policías metropolitanos aplicaron sobre Lucas González? ¿No lo es la persecución feroz de Lautaro Rose hasta que se ahogara en las aguas del Paraná?

Es necesario “sacrificar una porción de las normas con que ahora se regula la libertad individual en beneficio de una mayor seguridad”, solía decir Adrián Pelacchi, el jefe de la Federal durante el menemato. El mismo que ostentaba una distinción por “abatimiento de un subversivo” en 1977 de un tiro en la espalda.

Es la matriz de las policías. Pero –como suele repetir Esteban Rodríguez Alzueta- “detrás de la brutalidad policial están los prejuicios vecinales. Las palabras filosas que los vecinos van tallando cotidianamente para nombrar al otro como problema. No son inocentes. Van creando condiciones de posibibilidad para que luego los policías estén en esos barrios ensañándose con esos actores y no con otros”.

Con licencia para matar.

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