Red Eco Alternativo ***

El inmigrante

Yo quiero predicar con fundamento
como aquel, Don Giuseppe, de la  pipa,
que anduvo, tumultuoso y clandestino
procreando este siglo en rebeldía.

Armando Tejada Gómez


Llegó con las primeras andanadas de inmigrantes corrido por la miseria europea. Cruzó el Atlántico empujado por un soplido de esperanza. Trajo sus dedos machucados de zapatero y su idea de que había que cambiar todo... aquí y en su Italia. Con los años sus hijos se hicieron hombres y se volvieron junto a sus hijos a su país natal. Entonces el dolor más grande se apoderó de su diminuto cuerpo. Quizá por eso adoptó a Emilio como si fuera uno de sus nietos. Huérfano, menudo, con una gorra que le bailaba en la cabeza, el niño fue aprendiz de zapatero y de los predicamentos de Don Giuseppe.

—Nosotro fachemo lo zapato y otro, como nosotro, la ropa, y otro las casas, y otro siembran y cosechan el trigo. Ma’, muchas veces nosotro, que fachemo tutti, andamo descalzo, no tenemo techo y pasamo hambruna. ¿Sabe per qué bambino? Perque lo patrone se apodera de lo que fachemo nosotro. ¡Hay que terminare con lo patrone y tutti seremo felice!

Emilio lo escuchaba sin entender mucho... o nada. Se embriagaba con el aroma dulzón del tabaco y parecía vivir un cuento, como el de Pinocho y Geppeto. Para él, Don Giuseppe era palabras, cuerpo y pipa. El viejo y su cachimbo eran una sola cosa. Nunca los había visto separados. La pipa era como un brazo más, o mejor: otra nariz, más curva y más larga. No se cansaba de observar los dibujos que hacía en el aire el humo azul, y se montaba sobre él como si fuera una alfombra mágica para recorrer los rincones altos del taller donde arreglaban los zapatos.

Fue un primero de mayo de 1904, cuando Don Giuseppe llevó a Emilio a la concentración, diciéndole:

—Vamo bambino; a reunirno con el pópolo... a pedire lo que es nuestro.

Así, don Giuseppe y Emilio marcharon a Plaza Mazzini, mezclándose con la multitud obrera. El chico no entendía mucho lo que decían ni lo que gritaban, pero estaba a gusto con esa gente que vestía y hablaba igual que las personas que veía todos los días. Se acariciaba con las banderas que le lamían la cara y cada tanto miraba orgulloso a Don Giuseppe, que andaba con su pipa apagada.

De pronto algo rompió el encanto: gente que pasaba la carrera, gritos de miedo, explosiones... y Don Giuseppe que cayó al suelo. Un ombligo rojo se dibujó en su frente y la pipa se despegó de su boca para rodar por el piso. Lo habían mutilado. Arrancado una parte de su cuerpo. La boca del anciano no era tal sin el hornillo de madera tallada.

No lloró ni gritó: tomó la pipa y se fue despacio entre la gente que corría.

Con el paso de los años, Emilio entendió algo de lo que Don Giuseppe predicaba. Cada día recordaba sus palabras y trataba de descifrarlas, mientras limpiaba la pipa como si acariciara la nariz del viejo. Nunca se atrevió a llevársela a la boca, ni a mostrarla, ni a jugar con ella. Sólo la miraba, la limpiaba y la acariciaba como un gran tesoro guardado en secreto.

Era el primero de mayo de 1909, cuando, ya muchacho, marchó a plaza Lorea. Fue  a juntarse con los suyos, con Don Giuseppe y sus compañeros, a pelear por lo que le correspondía. Los años le habían enseñado a dejar de ser niño.

Cuando empezaron los disparos él no escapó. Se acercó agazapado por el costado hacia donde los fusiles escupían fuego. Vio una gorra, y debajo una frente. Sacó de su ropa el revolver frío y pesado. Apuntó, sintió la explosión en su mano y vio la mancha roja dibujada en la frente del policía, antes que éste cayera. Luego corrió; lo hizo sin agitarse, como si sus pies pisaran el aire, hasta llegar al galpón donde pasaba en secreto sus tardes. Tomó la pipa, la cargó con el tabaco que guardaba en una bolsita de cuero, se la llevó a la boca y por primera vez en su vida la encendió. El aroma dulzón le produjo un mareo placentero y entre el humo azul apareció Don Giuseppe, como si la pipa fuera una lámpara mágica. El viejo deambuló por todo el galpón, montado en cada hilito de humo como si fuera una alfombra mágica. Voló con una sonrisa ancha; una sonrisa que poco a poco se desdibujaba y se transformaba en mueca por las lágrimas que brotaban de los ojos de Emilio que lloraba... que lloraba como lo que era: un hombre.

 

Texto: Pablo Marrero. Escritor. Integrante de Red Eco Alternativo (de su libro: LA HISTORIA A PURO CUENTO)
Imagen: Caro Butron Avalos

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