Red Eco Alternativo ***

Caballos Salvajes

PABLO MARRERO

17 de octubre de 1945. Plaza de Mayo.

Se dejó caer en un banco y en un instante se encontró rodeada de palomas. No, no tenía nada para darles de comer, pero igual las aves le revoloteaban a su alrededor como si toda ella fuera un apetitoso pan. Sus tiernos diecisiete años brillaban en su piel firme y tostada, atendida por el sol de la quinta de San Isidro.

Allí estaba su vida, sus amigos del school, sus tardes de tenis o de equitación, sus juegos amorosos con el hijo menor del embajador de Inglaterra con quién ensayaba su inglés aún bastante confuso. Su lugar, su nido donde la protegía mamá y papá, dándole el calor que necesitaba su tierna adolescencia. Nada existía fuera de eso; más allá no había gente, no había verdadera vida. No tenía ninguna conexión exterior salvo esa escapada a la capital que hacía una vez por mes junto a su padre. Él venía a reuniones de negocios y ella aprovechaba para husmear con nerviosismo esa zona tan fuera de su entendimiento. Le gustaba; era una aventura que la excitaba, aunque su papá no la dejaba alejar mucho: el Tortoni, algo de Florida, alguna galería de arte.

Ese miércoles su padre se notaba nervioso y no quería llevarla. Le hablaba de cierto clima enrarecido y le contaba de un tal Perón que estaba preso y de otras cuestiones políticas; nada que ella pudiera entender. Al fin su insistencia ganó por cansancio y él accedió.

Así pudo hacer su paseo mensual por las calles porteñas, comprar alguna ropa a la moda, husmear, mirar aquí, mirar allá y caminar agobiada por un día caluroso y pesado hasta encontrar todos sus sentidos extenuados.

Llegó a la plaza a media mañana con la idea de hacer un descanso antes de pasar a buscar a su padre y emprender el regreso a San Isidro. Se dejó caer en un banco. El murmullo del agua que jugaba en la fuente que tenía frente suyo era como un somnífero. Cerró los ojos para encontrarse en el lago y en compañía del hijo del embajador. Era una tarde dorada que caía sobre uno de los campos que había comprado el funcionario. La tarde que recibió y entregó el primer beso; un beso que aún le latía en sus labios. Suspiró y entreabrió los ojos. Apenas se percató de la plaza vacía y del revuelo de palomas. Volvió a bajar los párpados, para regresar a esos labios jugosos. Ahora iba tomada de la mano del muchacho; él la llevaba a los tirones mientras le decía cosas y se reía. Cruzaron una arboleda de paraísos y al final de ésta apareció un inmenso campo forrado de pasto verde, tierno, que se mecía al compás de la brisa. A lo lejos se veía un grupo de caballos pastoreando. “¡Salvajes!”, dijo el muchacho y agregó: “pero amigous mío”, y se golpeó el pecho, para luego poner dos dedos en su boca y lanzar hacia ellos un feroz silbido. Saltó del banco y sintió como si ese chiflido se multiplicara para volar por toda la plaza. Al instante vio como los caballos empezaban a trotar hacia donde estaban ellos. Momentos después su galope retumbaba en la tierra y le hacía temblar todo el cuerpo. Sentía la emoción en el pecho y una sonrisa le cosquilleaba en los labios. Llegaban a puro golpe de cascos, zarandeaban las crines, mientras ella se aferraba con fuerza a los brazos del muchacho. Ya estaban allí. El ruido era  ensordecedor y un olor a caballo salvaje volaba montado en la tibieza del sudor. Ahora sentía ese aroma pegado a su cuerpo y se convertía en un tufo tan penetrante que dejó de agradarle; le empezó a resultar agresivo;  vomitivo.

Se despertó tapándose la boca para encontrase rodeada: no eran ni palomas ni caballos. Quiso pegar un salto y escapar, pero la pared sudorosa se lo impidió.

Cayó en el banco y se le cerraron los ojos.

 

Texto: Pablo Marrero. Escritor. Integrante de Red Eco Alternativo (de su libro: LA HISTORIA A PURO CUENTO)
Imagen: Caro Butron Avalos

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