Red Eco Alternativo ***

Flor y Espada

PABLO MARRERO

(La Kantuta es la flor nacional de Bolivia. Tiene la forma de una campanita y muchas de ellas llevan los colores de la bandera de éste país)

25 de mayo de 1862. Casa número 218 de la calle España. Chuquisaca. En su lecho de muerte, la anciana observa con detenimiento la habitación. Las paredes blanqueadas, la vajilla de barro en un estante, las vigas recias del techo. Gira la cabeza y ve la cama vacía de Indalecio, su nieto postizo. Vuelve su vista al techo y baja sus párpados cansados. Ochenta y dos años y más de la mitad a pura guerra, cansa. Sola, sin amigos, ni parientes, cansa. Abandonada, con una mísera pensión, cansa.

Una espada y una flor cruzan fugazmente entre ojos y  párpados. ¿Espada o flor? No puedo elegir. No puedo borrar una. La espada con que libré... ¿cuántas batallas? Treinta, treinta y una, treinta y tres. La espada con que asedié mil veces a mi Chuquisaca dominada por los españoles. La espada con la que recuperé la cabeza de mi Manuel, cortada por los godos, clavada en una pica y puesta a la vista de todos, para que sirva de escarmiento, en la plaza de La Laguna.

 

Su único hombre, Manuel Padilla, héroe de la independencia americana, con quien tuvo cinco hijos y quien la llevó a la guerra contra los colonizadores. ¿Ella al lado de su hombre, o él al lado de su mujer? ¿Espada o flor?

Y sus ojos se llenan del rojo y amarillo de una flor con cinco campanitas que salen de su interior. Mi hombre, Juliana, Mercedes, Mariano, Manuel. Todos muertos. Él y cuatro de mis hijos. La guerra, el hambre y la fiebre se los llevaron. ¿Cómo no desatar la furia de mi espada para redimir la flor? Y la anciana se ve arriba de su caballo con la espada en alto, comandando indios y amazonas, cortando cabezas de invasores. ¿Flor o espada? Luisa, mi única hija a la que pude salvar y que me diste mi única nieta de sangre... Sí, es cierto que te lo reproché; yo quería un hombrecito... Pero después la llené de caricias y besos. Cesárea, nietita mía, cuánto hace que no te veo. Flor y espada, Luisa. Arriba de mi caballo, con vos, flor recién nacida en un brazo y con la espada en el otro, te defendí de esos tres traidores en el Río Grande. A pura espada en una mano, defendí la flor que tenía en la otra. Y te salvé, Luisa. Fuiste la única que pude salvar. ¡Qué madre!

Una lágrima muy fina corre por la mejilla arrugada de la anciana.

Mujer, madre, soldado. Una mueca parecida a la sonrisa le tuerce los labios resecos al recordar el parte que traía Belgrano del gobierno central cuando la nombran teniente coronel: “Por las acciones heroicas nada común de su sexo” ¡Ja! ¡Nada común de mi sexo! No conocen a mis mujeres que me acompañaron en todas las batallas. Peleaban codo a codo con mis indios. ¡Qué mujeres! ¡Ja! Nada común a mi sexo...

Espada, flor, ternura, furia. Capitana de quinientos indios flecheros. Sable en alto y tiemblan los ricos. Traspasa el techo con su mirada y llega al cielo límpido de Chuquisaca. ¡Gracias, Dios, por dejarme morir en mi tierra!

Por su cabeza cruzan confusos recuerdos: su niñez, la hacienda, sus estudios en el convento. Las veces en la guerra, que entró para liberar a su ciudad de la opresión. Y después irse lejos; a la Salta de Güemes, para volver llena de ilusiones. Nadie fue a recibirla. Solo Don Simón, el Libertador, la visitó, la llenó de honores y ordenó una pensión digna que en poco tiempo se convirtió en migajas. Miseria en la olla y miseria en su alma al ver la lucha entre americanos.

Espada, flor, furia, ternura... Mujer. Abre grandes los ojos. Abarca con su vista todo el cuarto, toda la casa, toda Chuquisaca, toda América. Vuelve a cerrarlos y un profundo suspiro sacude su cuerpo.

Solo un niño y unos cuantos indios cargan el ataúd.

En ese mismo instante en los socavones de Potosí, un minero encorvado, hijo de los indios que dejaron sus vidas en esas cuevas para llenar de plata a los conquistadores,  observa algo que le llama la atención. En un rincón escondido, sin aire ni luz, crece una flor verde, roja y amarilla con seis campanitas que salen de su interior. El hombre la acaricia con sus manos gastadas. Toma del recipiente el poco de agua que le queda para el resto de su jornada y la vierte en el pequeño tallo. “Flor de Azurduy”, dice en voz baja, mientras le acerca una piedra para taparla y cuidar de que nadie la arranque.

Texto: Pablo Marrero. Escritor. Integrante de Red Eco Alternativo (de su libro: LA HISTORIA A PURO CUENTO)
Imagen: Caro Butron Avalos

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